Hay un momento antes de salir. Un silencio y una breve pausa que se abre cuando la idea de viajar aparece y, sin darnos cuenta, empieza a tomar forma.
Primero es una imagen: una curva en la ruta, un cerro al fondo, el sonido de un río en algún lugar de la Argentina. Después esas imágenes mentales se convierten en sensaciones hasta que llegan las preguntas, las listas, los mapas físicos (nos gusta sumar lo analógico), los reels guardados de lugares por conocer, las recomendaciones de amigos y conocidos, las búsquedas en google.
Y ahí nace: el viaje empieza cuando lo pensamos.

No hay que estar en la ruta para sentirse viajando. A veces alcanza con ver la mochila guardada en el placard, la bolsa de dormir colgada en la percha, los borcegos juntando tierra (je), una hoja doblada sobre la mesa, mapas de lugares específicos escritos a mano. Todo se ve en calma pero cada cosa trae un recuerdo de lo vivido y una visión de lo que vendrá

Nos pasa seguido. Abrimos google maps, miramos distancias, dibujamos rutas con birome.
Si vamos en auto, marcamos estaciones, paramos en los puntos donde hay algo que nos llama: un paisaje, un río, un puestito de comida típico del lugar, una historia. Si el viaje es en micro o en avión, pensamos cómo movernos allá: a qué hora sale el primer colectivo, cuánto tarda en llegar, qué hay cerca que valga la pena caminar.

No viajamos con todo cerrado. Sí tenemos una idea, un hilo y sobre eso vamos andando. Buscamos un justo equilibrio entre la necesaria planificación y la improvisación.

A veces buscamos hospedaje con la paciencia de quien elige un refugio.
Los campings nos regalan noches de viento, estrellas y austeridad, los hostels charlas improvisadas y rutas compartidas; los hoteles la pausa de una ducha caliente y cierto confort que es muy necesario en algunas ocasiones.
Cada elección tiene su ritmo.

Todo lo que podamos hacer por nuestra cuenta intentamos hacerlo, junto con las excursiones. Porque cuando viajamos buscamos recorrer “lo más que podamos”. Nos levantamos muy temprano y nos dormimos tarde. Somos "talón de perro", como nos dijo la dueña del hospedaje en El Peñon, Catamarca.

Después llega la parte menos romántica pero igual necesaria: los números. No sé si les pasa, pero los viajes te dan esa sensación de que estar en una realidad paralela en la que siempre se puede gastar un poquito de más, nos decimos “nos lo merecemos”, “con el sueldo del mes que viene lo pago”, “lo saco en cuotas” y con ese sinfín de frases cuando estamos de vuelta nos agarramos la cabeza.

El presupuesto también es una forma de imaginar: de anticipar dónde vamos a dormir, cuánto recorrer, qué podemos improvisar.
La nafta, la comida, los peajes, los micros, los parques nacionales, etc, son algunos de los gastos a tener en cuenta.
Cuando viajamos en grupo usamos aplicaciones (por ej, Splitwise) para dividir gastos y evitar cuentas eternas, pero siempre dejamos un margen para lo imprevisto.
Porque los mejores recuerdos, casi siempre, cuestan un poco más de lo que uno había calculado.

Antes de cerrar la mochila, repasamos lo esencial: documentos, ropa adecuada, botiquín, linterna, agua, mate.
Guardamos el itinerario en el teléfono y, por las dudas, también en una hoja.
El clima puede cambiar, los planes también. Pero con eso alcanza: con saber que estamos listos, aunque todavía no hayamos salido.

Cada vez que planeamos un viaje sentimos que se abre algo nuevo.
SHINKAL —el proyecto que empezó con la idea de crear cosas para acompañar este tipo de momentos— nació también de esa sensación.
De entender que no se trata solo de llegar, sino de cómo empezamos a andar.

Planificar no nos saca libertad. Nos da espacio para imaginar.
Y mientras dibujamos el mapa, revisamos el auto o elegimos una carpa, sentimos que ya estamos ahí.

Porque, al final, el viaje empieza cuando lo pensamos.

Vicky y Facu.